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MAS SOBRE CERNUDA

Luis Cernuda

Luis Cernuda

 

Por Eugenio Cazorla Bermúdez

Como es sabido en 2013 se cumplieron cincuenta años desde el fallecimiento en Méjico del  ilustre poeta sevillano. Un amigo,  sabedor de que tuve la ocasión de intervenir en un episodio concerniente a él con posterioridad a su muerte,  me ha insistido en que lo cuente y después de pensarlo un  poco he decidido a hacerlo con la salvedad de que tendré que ocultar nombres para no herir la intimidad de  los principales actores  en este relato, quienes, que yo sepa, aún viven.

En  1964 después de haber terminado (por segunda vez) la carrera de derecho y cumplido con todos los trámites burocráticos empecé a ejercer como abogado en esta ciudad de Dallas (Texas). Un día recibió una carta de España, acontecimiento éste que me llenaba de alegría pues casi siempre era de la familia o amigos. Esta vez se trataba de un amigo, un colega además, abogado de mi familia. Me contaba en ella que un su cliente era el heredero universal de Luis Cernuda, que había fallecido el año anterior, en Méjico.

Yo sabía muy poco de Luis Cernuda. Sabía que era poeta de fama, que era de Sevilla, pero no sabía si vivía,  o, si vivía, donde vivía. Había leído poco de él y sobre él. Cernuda, como tantos otros escritores e intelectuales que se exiliaron durante (como fue el caso de Cernuda) o a la terminación de la guerra era, en aquellas fechas, uno  de los “malditos” del régimen, de los que se hablaba y escribía poco. Sabía, por mi mujer, que había vivido y trabajado  en Escocia y en Inglaterra e incluso teníamos en casa una foto en la que aparecía él con el cuadro de profesores del Instituto Español de Londres y un grupo de alumnos, entre ellos la que más tarde vendría a ser mi mujer, que asistía  a un cursillo de cultura española. Esto era en 1946. Tengo que decir, como algo curioso, que este Instituto Español, fundado  en 1944 por Juan Negrín, el último jefe del gobierno de la Republica le hacía la competencia, con ventaja, al Instituto de España, que, fundado en el mismo 1946 por otro poeta, Leopoldo Panero,  era el que representaba al régimen de Franco.

Me decía en su carta mi amigo y colega que Luis Cernuda  había fallecido en Coyoacán, un distrito autónomo dentro de la capital de Méjico con fecha  5 de Noviembre de 1963. Que estaba soltero y no tenía hijos. Que había muerto sin testar y que según la legislación española en aquellas fechas, el caudal hereditario iría a las manos de un sobrino. También que, aparte de libros y papeles  Cernuda había dejado una cuenta de ahorros en un banco en Santa Mónica, California, donde el poeta había vivido hasta desplazarse a Méjico. Mi amigo y abogado del heredero, me mando una fotocopia de la cartilla de ahorros  y otra de la partida de defunción del poeta.   El heredero reclamaba el saldo de dicha cuenta más los libros y papeles y su abogado me pedía le ayudara a conseguirlo.  Acepté el encargo. Yo barruntaba que la cuenta no tendría que tener mucho dinero pues nunca había oído que un poeta se pusiera rico con sus versos. Así es  que por ese lado el caso no era para entusiasmarse. Pero  había el tema de sus libros y papeles. Tomar posesión, siquiera temporalmente de tales libros y papeles y, posiblemente, de originales,  era otra cosa.

Lo primero que hice fue dirigirme al banco, también situado en Santa Mónica, y manifestarle que Luis Cernuda había fallecido en Méjico y que en nombre de mi cliente, el heredero universal de Luís, reclamaba el importe de una cuenta de ahorros en tal banco, evitando, a ser posible, la necesidad de acudir a los tribunales. El Banco me contestó que, efectivamente  existía tal cuenta de ahorros en el nombre de Cernuda, pero que el poeta  había designado a un señor como beneficiario de la misma. También me daba el nombre del tal beneficiario e instrucciones sobre cómo el tal beneficiario podría cobrar el saldo de la tal cuenta de ahorros. Extrañado, me apresure a informar a mi amigo el abogado sobre la existencia de un beneficiario de la dicha cuenta de ahorros. Resultó que mi amigo, y por supuesto su cliente (y “mío”) sabían de la existencia del tal beneficiario.  Para entonces el tal beneficiario, alertado por el banco, había cobrado  el importe de la cartilla, de lo que no tuve noticias sino muchos meses después, por el propio banco y confirmado, en cuanto a la fecha, por el propio beneficiario.

Llegaba pues la hora de dirigirme al beneficiario, del que ya tenía su dirección. Le escribí y le pedí me dijera cuando cobró el saldo de la cartilla de ahorros, que título o títulos tenia para haber sido designado como beneficiario, qué destino habían tenido los papeles de Luís, etcétera. Por último le invitaba, por mi conducto,  a dirimir sus diferencias con el heredero.

El beneficiario me contesto a vuelta de correo. Primero me daba una nota biográfica. Español, estudió y se doctoró en derecho por  la Universidad de Madrid. Entro por oposición en el ministerio de Asuntos Exteriores. Pero luego, como muchos otros abogados,  se desvió por la literatura. Becado, hizo un doctorado en lenguas y literaturas románicas en la universidad de Berkeley, California. Al tiempo de escribirme creo, aunque no estoy seguro, tenía un puesto de profesor (en la Facultad de Letras) en la Universidad de California en Los Ángeles. Después, entrando en materia, me explicó cómo había hecho gran amistad con Luis Cernuda, que, gracias a él, el poeta sevillano había conseguidos contratos (no explicaba que clase de “contratos”) por valor de unos treinta y cinco mil dólares, y que no tenía otro título que la voluntad del muerto. “Tanto trabajo (me decía) cuesta escribir xxxxxxx (aquí su propio nombre) como xxxxxxx” (aquí el nombre del heredero sevillano).

En cuanto a los libros y papeles me dijo que había que distinguir entre los que Cernuda les había donado personalmente y los que había depositado en un almacén a entregar al depositante, el propio Cernuda o a  quien estuviera facultado para ello, o sea el propio beneficiario, que poseía un poder ad hoc otorgado por el poeta. Según me explicaba él había entrado en posesión de tales papeles y no estaba dispuesto a renunciar a los mismos. En  esto había cambiado de opinión después de cierta agria correspondencia que se había cruzado con el heredero y a la que no tuve acceso.

Después de esta carta me puse a pensar. Aquí había un problema agudo. Según las leyes de California el beneficiario tenía pleno derecho a cobrar los ahorros de Cernuda. Por otra parte, según la legislación española había un único y universal heredero abintestato.  Dicha legislación era la aplicable puesto que Cernuda, al no haber renunciado a su nacionalidad española, estaba sujeto al derecho español. Es decir estábamos frente a un espinoso problema de derecho internacional privado, un conflicto de leyes Yo era abogado en Texas, y en asuntos que tocaran a leyes federales podía ejercer libremente en toda la nación. Pero este era un asunto totalmente regido por las leyes del estado de California. Para yo poder ejercer en California tendría que darme de alta como tal abogado en tal  estado de California, previo a presentarme y aprobar el examen de reválida del Derecho de California tal y como yo había tenido que hacer en Texas.  Suponiendo que tal hiciera y consiguiera tendría que viajar con cierta frecuencia a California, que no está precisamente a la vuelta de la esquina. No hay más que mirar en el mapa. Había sin embargo un remedio. Podría buscarme un abogado en California quien, previo pago de honorarios a convenir, se prestara a firmar los escritos y formularios que fuera necesario presentar ante el juzgado correspondiente y estar presente cada vez que yo compareciera frente al juez de la jurisdicción. La otra alternativa seria contratar a un abogado californiano y que él se encargara totalmente del asunto. En cualquiera de tales alternativas, el importe de la reclamación era tan modesto, menos de seis mil dólares,  que los gastos a originar superarían con creces lo que se pudiera cobrar, si se cobraba.

Pero sobre todo aquí había una cuestión moral. Como me dijo el beneficiario, había la voluntad del muerto. Cernuda prefirió dejar dineros y papeles a un extraño en vez de a un sobrino, a quien no conocía, o a algún amigo. ¿Pero tenía amigos Cernuda? Si los tuvo no parece que retuvieran su amistad. Desde luego en Sevilla no los tenía. En realidad, una vez que dejó Sevilla, y antes de la guerra, cuando pudo,  nunca volvió a ella, a pesar de tener allí a dos hermanas. En sus años de Madrid, antes de la guerra, conoció a muchos literatos y artistas. De la generación del 98, conoció a muchos de sus miembros. De Ortega, que le abrió las páginas de su Revista de Occidente no tuvo nada positivo que decir. Lo mismo tenemos que decir de los poetas, tantos los que le precedían en edad, como Salinas y J.R. Jiménez, como los de su generación. A quien no desdeñaba, por conducirse como “burgueses”, caso de Salinas y Guillén, tildaba de “señorito”,  caso de Lorca. Con Salinas fue ingrato. No le perdonó que hiciera reparos a su primera obra, “Perfil del Aire”. Y sin embargo, fue Salinas quien le descubrió y alentó como poeta en sus años de estudiante en la Universidad de Sevilla, quien le recomendó a Altolaguirre para que le publicara su citada primera obra, y quien le buscó un lectorado en Toulouse. No obstante, hubo dos mujeres, Concha Albornoz y otra Concha, Concha Méndez, a quienes, al parecer guardaba algún afecto.  Pero tampoco se acordó de ellas al tiempo de abrir la cuenta de ahorros en Santa  Mónica. Y sin embargo, Concha Albornoz le busco un empleo como secretario de su padre, el embajador Álvaro de Albornoz, en Paris, a principios de la guerra, y fue ella quien le sacó de Inglaterra, donde no se encontraba a gusto, y le ofreció una bien pagada plaza de profesor en un centro universitario de señoritas en Mount Holyoke, en EE.UU. El mismo reconoció que nunca se había encontrado tan desahogado hasta que obtuvo este profesorado. Y en cuanto a Concha Méndez, fueron amigos y vecinos en Madrid en 1931 y se alojó muchas veces en su casa en Méjico donde finalmente, viviendo en ella,  encontró la muerte.

A toro pasado es fácil hacer conjeturas.   Al parecer, su exilio en Escocia e Inglaterra fueron años  de penuria. Pero después, a partir de Septiembre 1947 vivió y trabajó durante cinco años seguidos en los Estados Unidos, y después durante varias temporadas en cursos aislados (en California)donde tendría que estar bien remunerado.  A menos que fuera un manirroto un hombre sin una familia a quien mantener  debería haber reunido algo más de seis mil dólares que podría haber tenido en algún banco diferente del de la cuenta en Santa Mónica. Según el beneficiario ciertos “contratos” le habían devengado treinta y cinco mil dólares.  Cabe la posibilidad, pues,  de que se hubiera acordado de estas  dos mujeres o de cualquier otra persona antes de su fallecimiento.  Pero en fin, en  1964, muchos años  antes de documentarme sobre la vida y obras del poeta,  yo  no tenía más elementos de juicio a los que atenerme sino los que tenía a la vista. El caso es que algo vio Cernuda en el beneficiario que le indujo a mostrarle su agradecimiento.

Me dirigí pues al abogado en Sevilla poniéndole en antecedentes de todas estas dudas y problemas. Mi compañero, inteligente, advirtió  al reclamante las dificultades del caso y este, también inteligente,  se avino a desistir, lo que así me lo comunicó mi compañero.

Para concluir,  me dirigí al beneficiario contándole que el heredero sevillano se avenía a no impugnar sus derechos y  ya en un terreno personal y confidencial le manifesté que mi mayor  interés habría sido, caso de prevalecer el heredero sevillano, entrar en posesión de los libros y papeles, sobre todo , los inéditos, si los hubiera habido. El beneficiario me contesto y me dijo que Cernuda no dejo nada inédito  y que no había escrito ninguna prosa sino la contenida en el segundo tomo de “Poesía y Literatura” publicado poco antes por Seix Barral, en Barcelona. En cuanto a poesía- me informaba- el último poema escrito por Cernuda fue el titulado “A sus  paisanos”, escrito en San Francisco el 7 de Febrero de 1962, como publicó el dicho beneficiario en un artículo que había publicado recientemente en Ínsula.

Concluía  con otras consideraciones de orden personal que no vienen al caso para esta historia.

Así terminó este episodio que no he hecho público en cincuenta años.  Mi colega sevillano se interesó por mis honorarios y gastos incurridos por mí.  Los gastos eran mínimos, solo un par de conferencias telefónicas a California. Decliné cobrarlos como también decliné percibir honorarios. El frustrado heredero  me obsequió con una estupenda billetera de piel. Si mal no recuerdo provenía de una elegante tienda en la sevillana calle Cuna, “Luque”, creo que se llamaba.